La epifanía llegó tiempo después. 

En 1985, Hal Whitehead, un barbado joven inglés de melena cobriza, recorrió las islas Galápagos, en Ecuador, grabando los sonidos del mar profundo desde un velero. Su propósito: registrar las voces de los grupos de cachalotes (Physeter macrocephalus) que vivían cerca del archipiélago para comprender mejor sus vidas. Whitehead, un matemático y zoólogo con diplomas de pregrado, maestría y doctorado de la Universidad de Cambridge, se había encariñado hacía poco —y por casualidad— con esa especie de ballena dentada, la misma que Herman Melville inmortalizó en su novela Moby Dick

A finales de los setenta, decidido a escapar de las matemáticas puras por las que inicialmente se había inclinado, Whitehead viajó a Norteamérica y recorrió Canadá pidiendo aventones a desconocidos. En Nueva Inglaterra, en Estados Unidos, trabajó como obrero hasta que ahorró lo suficiente para comprarse un pequeño bote. De niño, su familia viajaba a menudo desde su hogar en Derby, Inglaterra, al estado de Maine, al otro lado del océano Atlántico, para visitar a la familia de su madre. Allí, sobre barcos, aprendió a reconocer la dirección del viento, el color de las olas, los tipos de nubes y otros principios de la navegación. Desde entonces, se obsesionó con el mar. 

Con su velero nuevo anclado en las aguas de Nueva Inglaterra y aún indeciso sobre qué hacer con su vida, Whitehead navegó por el océano Atlántico hasta Newfoundland, una fría provincia canadiense revestida por la sección oriental de los bosques boreales. Tenía un inconveniente: necesitaba una veintena de cartas náuticas o mapas de navegación para poder sortear las corrientes y los accidentes geográficos submarinos, y no tenía cómo pagarlas. La suerte —el destino, dirían los más románticos— lo salvó. Un científico que estaba estudiando ballenas jorobadas se ofreció a darle los documentos a cambio de que llevara un registro de las ballenas que encontrara en su viaje. 

El Atlántico norte lo cambió todo, me dijo en una entrevista a finales de enero. En Newfoundland, Whitehead estudió las jorobadas y descubrió su vocación. Entre 1981 y 1984, navegó por el océano Índico con el apoyo del World Wildlife Fund, una organización no gubernamental que buscaba establecer una reserva en la zona para proteger a la fauna marina de los balleneros y pescadores japoneses. Cerca de las costas de Sri Lanka, persiguió por primera vez a los cachalotes y se rindió a la especie.

Por un lado, estaban los usuales y superlativos datos sobre el animal. Whitehead menciona algunos en un reciente artículo científico publicado en la revista Royal Society Open Science en el que resume los descubrimientos de su carrera. Los cachalotes son los depredadores más grandes que existen (y, probablemente, los más grandes que han existido). Pueden medir más de veinte metros de largo, alrededor de dos buses escolares enfrentados, y pesar más de cincuenta toneladas, el equivalente a una veintena de camionetas Ford F-150 último modelo. Cazan calamares gigantes, la inspiración del monstruo de Julio Verne en 20.000 leguas de viaje submarino, y ostentan en sus pieles cenizas las cicatrices de sus batallas con esos cefalópodos. En principio, pueden sumergirse hasta tres kilómetros en busca de sus presas. Tienen una cabeza voluminosa —de ahí el apellido de su nombre científico— y una gigantesca frente abombada que alberga el cerebro más grande de cualquier ser que conozcamos —puede pesar más de nueve kilogramos, unas cinco veces el de un humano—. Su nariz es la más grande del reino animal. Alojan en sus cabezas el órgano de espermaceti, una cavidad que actúa como balastro o dispositivo de flotación y como un preciso sonar que les permite hallar a sus presas en medio del negro inmaculado de las profundidades. (Entre el siglo diecisiete y dieciocho, la cera de ballena, un derivado de la grasa blanquecina que se encuentra en el órgano de espermaceti, iluminó las ciudades europeas; se estima que balleneros como el personaje del capitán Ahab de Melville mataron alrededor de un millón de cachalotes para abastecer la industria).

Por otro lado, estaba lo que más atrajo a Whitehead. Los cachalotes son seres extremadamente sociales. Con frecuencia, las hembras y los ballenatos se encuentran, dan vueltas y juegan cerca de la superficie. Viven en unidades compuestas por unas diez hembras con sus respectivas crías, en las que las madres cuidan de las nuevas generaciones independientemente de su relación filial. (Cuando alcanzan la madurez, los machos abandonan estas unidades sociales y migran hacia las frías aguas del Ártico, donde las presas son más grandes). Mientras algunas hembras se sumergen en busca de comida, las demás hacen de niñeras y protegen a los pequeños cachalotes de las orcas, su único depredador natural. Forjan lazos que duran toda la vida y rara vez se pelean o exhiben comportamientos violentos entre sí (en casi cincuenta años de estudios, Whitehead solo ha visto una lucha entre dos machos). En ocasiones, mientras las veía jugueteando en la superficie, Whitehead percibía ecos humanos.

En 1984, las expediciones en el Índico se detuvieron debido a una guerra civil que hundía a Sri Lanka. Al año siguiente, Whitehead, para ese entonces profesor del Departamento de Biología de la Universidad de Dalhousie, en Nueva Escocia, maniobró un velero de cuarenta pies a través del norte del Atlántico, el mar Caribe, el canal de Panamá y, finalmente, las Galápagos. Allí, ató a la popa del barco un hidrófono capaz de captar sonidos submarinos a kilómetros de distancia y persiguió grupos de cachalotes. 

Durante casi quince años, grabó por temporadas horas y horas de codas, vocalizaciones expresadas en patrones de clics —piénsese en el chasquido que hace la lengua al presionar contra el paladar—, que difieren de los sonidos usados para la ecolocalización. Los cachalotes vocalizaban las codas cuando se encontraban entre sí, por lo que parecía haber una función social involucrada, pero nadie sabía a ciencia cierta cuál era. 

Para Whitehead, el momento eureka —la epifanía— ocurrió en 2001 bajo la cubierta de un navío. Mientras recopilaba, organizaba y analizaba las codas para un capítulo de un libro sobre cachalotes, finalmente se dio cuenta: ese tipo de vocalizaciones era una forma de dialecto. En las Galápagos, algunos grupos sociales utilizaban una coda que repetía cuatro clics a intervalos regulares —clic clic clic clic— y los demás otra que añadía una pausa entre el último y el penúltimo clic —clic clic pausa clic—. La forma de las vocalizaciones marcaba una división social (aquí puedes escuchar un ejemplo de las codas). 

Los cachalotes de un mismo grupo usaban la misma coda. Eso era sorprendente, pero al mismo tiempo esperable. Lo realmente asombroso era que, en un área de miles de kilómetros cuadrados, como el mar que rodea las Galápagos, diferentes unidades sociales a centenares de kilómetros de distancia hablaban el mismo dialecto. Y esto ocurría con al menos dos dialectos distintos. 

Los grupos de hembras y crías de cachalotes ocasionalmente se encuentran y socializan. Whitehead y colegas como Luke Rendell y Shane Gero descubrieron que esas reuniones solo se dan entre unidades que usan el mismo dialecto. Los cachalotes que usan codas de intervalos regulares solo se relacionan con quienes usan esas mismas codas, y los de dos clics pausa clic solo socializan con quienes hablan su lengua. 

El hallazgo de Whitehead cambió la manera de estudiar a los cachalotes y otros animales. Hoy, se entiende que existen clanes de esta especie de ballenas. En el Pacífico, donde se calcula que viven alrededor de trescientos mil cachalotes, hay por lo menos siete, cada uno con su coda específica. Existen evidencias —en algunos casos sólidas, en otros indicios— que señalan que, además, hay por lo menos doce comportamientos estables con variaciones entre clanes. En otras palabras, no se trata solo de las codas. Ciertos clanes de cachalotes se mueven de manera diferente, cazan usando técnicas distintas o tienen tasas de reproducción desiguales, para poner algunos ejemplos. Esas características se mantienen entre los grupos que pertenecen a un mismo clan, incluso cuando viven a miles de kilómetros de distancia.   

Los análisis genéticos muestran que las hembras suelen permanecer todas sus vidas en los clanes de sus madres. Los machos, por el contrario, buscan sus parejas en otros. Dado lo anterior y dado que es normal que haya dos o más que ocupan una misma región y ambiente, solo hay una explicación para que las codas y los otros comportamientos se mantengan en los grupos que conforman los clanes: los cachalotes tienen culturas. (No son un caso único: otras especies de ballenas y las orcas —en realidad, una especie de delfín— también tienen estas capacidades, según varios estudios).

Las hembras enseñan los comportamientos a las crías en su grupo social. Estos no pueden ser heredados, ya que la reproducción se da entre clanes. Tampoco puede ser una consecuencia del ambiente, pues clanes con comportamientos distintos habitan las mismas zonas. 

Se trata de culturas que se enseñan o aprenden de generación en generación. Existen codas de identidad, aquellos motivos o patrones de clics que son únicos en cada clan, y otros tipos que son comunes a varios. Las codas de identidad actúan como marcadores simbólicos para diferenciarse y reconocerse. Una muestra de esto es que, entre mayor cercanía geográfica exista entre clanes, mayor es la variación entre esta clase de vocalizaciones. Puesto de otra manera, los dialectos entre vecinos presentan mayores diferencias, presuntamente para evitar confusiones. En esa medida, los cachalotes, como algunos grupos etnolingüísticos humanos, se definen a partir del otro

La teoría de Whitehead pone en entredicho algunas de las supuestas condiciones necesarias para el surgimiento de una sociedad compleja como la humana. Para algunos antropólogos, una sociedad como la nuestra emergió únicamente gracias a que tenemos cerebros complejos, comportamientos cooperativos y capacidades culturales. Los cachalotes comparten esas características con nosotros. En ese sentido, el estudio de los grupos etnolingüísticos humanos puede ofrecer un marco teórico novedoso para las investigaciones de estos animales, de acuerdo con Whitehead. 

Las sociedades humanas son increíblemente variadas. Por ello, es difícil proponer reglas generales para cobijarlas. Si alguien afirma que todos los humanos se comportan de tal o cual manera, la proposición suele ser inevitablemente reduccionista. Siempre hay excepciones a ese comportamiento. ¿Por qué, entonces, nos sentimos cómodos estableciendo conclusiones generales sobre otros animales? 

Quizás, hay subclanes, me dijo Whitehead a finales de enero, cuestionando su teoría con una sonrisa. Tal vez, la correlación entre las codas y otros comportamientos en los clanes no se mantenga en todo su hábitat (los cachalotes son especies cosmopolitas; habitan prácticamente todos los océanos del mundo). «No debemos buscar una foto que se adapte al paradigma», dijo. Puede que existan distinciones comportamentales aprendidas incluso al nivel de los grupos sociales básicos o que exista cierta cooperación entre los diferentes clanes.  

Aún sabemos poco, dijo Whitehead. Se cree que las hembras usan las mismas codas de identidad durante todas sus vidas, pero no es claro que lo mismo ocurra con los machos. No se sabe si estos mantienen la lealtad al clan de sus madres durante el resto de sus vidas. Por alguna razón, los machos emiten pocas codas luego de dejar los grupos de hembras que los criaron —de ahí que no podamos aventurar a qué clan o qué coda usaba Moby Dick—. El comportamiento es igual en todos los mares, excepto en el Mediterráneo (la cuestión ha atormentado a Whitehead durante años: «¿¿Por qué??», me escribió desesperado en un correo reciente cuando le pregunté sobre el tema). 

En 2023, Whitehead visitó las Galápagos por última vez (no sabe cuándo podrá volver, ya que los viajes son costosos y no cuenta con los fondos necesarios para hacerlo: una expedición de tres meses puede costar casi cien mil dólares). Estuvo casi tres meses navegando alrededor de las islas en un velero con un hidrófono amarrado a la popa. Uno de los clanes que lo ayudó a desarrollar su teoría —el clan N más Uno: clic clic pausa clic— desapareció hace décadas. Whitehead confía en que la variación cultural de los cachalotes les ayudará a lidiar con la crisis climática. Son una especie que se adapta rápido, me dijo. Un análisis de registros balleneros del siglo diecinueve en el Pacífico norte muestra que los cachalotes tardaron apenas un par de años en aprender a esconderse y evitar a sus perseguidores, señaló. En los diferentes mares, nuevos grupos llegan y otros se esfuman. Las culturas animales, como las humanas, cambian con el paso de las generaciones. Whitehead quiere seguirlas escuchando.

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