Es el gas. ¡El gas! No hay otra explicación. Estoy tan seguro de esta teoría que me aventuro a publicarla a riesgo de parecer loco o incluso intoxicado yo mismo por ese venenoso gas. El gas acabó con mi vida, infectó todos los rincones de mi casa y nubló la razón y la compasión de mi mujer, mi adorada esposa.
Pero comienzo por el comienzo: nos conocimos en una cena ofrecida por un amigo en común para celebrar la compra de un nuevo apartamento. La sala era amplia, con ventanales en los que se retrataba la extensión luminosa de la ciudad, y el comedor estaba inteligentemente integrado a la cocina, dando un look de modernidad que pocos habíamos visto. Nuestro amigo y su esposa recién volvían del extranjero y con seguridad esta variante al espacio, que luego se hizo tediosamente común en todos los apartamentos de la ciudad, era la primera de las innovaciones que ellos importarían. La preparación de la cena se convirtió en parte del plan y fue así como la conocí a ella: nos encargaron de picar los vegetales para el ratatouille. Mi desviación profesional me condujo a convertir un zuchini amarillo en una colección de cubos perfectos de la misma dimensión. Ella, que era chef, se burló de mi cabeza cuadriculada y me mostró cómo cada verdura se prestaba para un corte ideal que seguía los pliegues y dobleces de cada verdura. Ella, claro, se llamaba Juliana.
Juliana con un cuchillo era cosa de admirar. También me ponía caliente, no voy a negarlo, pero qué manera la que tenía esa mujer de hacer que los tomates, la carne y la sal que usaba cualquiera se convirtieran, gracias a su intervención y su talento, en potente hechizo. A los pocos meses de conocernos, nos fuimos a vivir juntos, y en menos de un año y medio ya estábamos casados y remodelando mi apartamento de soltero. Lo que entonces fuera la pieza central de mi existencia —un televisor plano de decenas de pulgadas y un desktop con capacidad de procesar viva una manada de búfalos salvajes— se convirtió en una esquina insignificante de nuestra vida. Ahora el lugar principal era la cocina. Como era arquitecto, logré que el espacio se acomodara exactamente a los deseos de ella, y en la medida que mis negocios prosperaron, ella dio rienda suelta a sus estrafalarios apetitos culinarios. Estos no se limitaban únicamente a la recolección compulsiva de especies y enlatados exóticos, sino que empezaron a extenderse a toda clase de artilugios, accesorios y máquinas que nuestro amigo, el que nos presentó, importaba directamente del extranjero.
A la casa llegaban sus amigos cocineros y hacían experimentos con ingredientes y aparatos. Así, ella se convirtió en el vehículo principal de ventas del almacén de gadgets y ganaba una comisión por las ventas, que iban en aumento. Vi cómo era cosa de chefs dotarse de la última gama de afiladores, sartenes de cerámica, moldes de silicona. Pero nada, nada se comparaba con los aparatos que controlaban científicamente el fuego, la fuerza vital de la culinaria. Entonces entraron a la casa serpentines de distintas dimensiones, sopletes manuales y salamandras para gratinar a voluntad y una nueva estufa industrial que requirió una obra que arruinaba el balance estético de la cocina pero que complacía infinitamente a Juliana. Hoy creo que fue por esa fecha que todo empezó a cambiar.
Hasta entonces, yo había vetado la entrada del gas a la casa pues sus vapores invisibles cubrían todo de una goma pegajosa, negra, olorosa, que destruía los muebles. Pero ella quería esa estufa. Argumenté que como nuestra cocina ahora seguía los mandatos internacionales de la moda, ceder al gas implicaba abrirnos a la invasión de sus efluvios. Contuve sus deseos solo unas semanas, época en que la colección de sopletes se empezó a multiplicar vertiginosamente. Ella los usaba ahora para tareas que no eran propiamente culinarias. Una sola vez cedí a que los usara en la privacidad de nuestra habitación. La casa olía a pelo chamuscado, algunos de los libros habían sido intervenidos con la fuerza del fuego, y a mí todavía me aterraba ver el par de ampollas en mi barriga que se negaban a sanar. Pensé que su pequeña obsesión se calmaría con el flujo constante y controlado de fuego azul, y que si poníamos esa estufa, a lo mejor los sopletes dejarían de aparecer por todos lados. Pensaba que, tal vez con esa estufa, la Juliana amorosa, inteligente y creativa que conocía volvería a casa.
Así que instalé esa desgraciada estufa. Y, en contra de los deseos de Juliana, puse también una poderosa campana de extracción que debía chupar y sacar de nuestra casa las emanaciones invisibles del gas en combustión. El aparato tenía cinco fogones industriales con especificaciones únicas que le permitieron a Juliana abrirse un nicho muy especial en los restaurantes de carnes de la ciudad, a los que entregaba carnes inyectadas de especies a alta presión en un aparato instalado en la terraza que luego sellaba a altísima temperatura en la estufa. De modo que día, tarde y noche estaba Juliana pegada a ese aparato. Prontamente percibí que una fina capa pegajosa cubría las teclas de mi computador y la superficie de mi pantalla. Inspeccioné el filtro de la campana y efectivamente ya estaba saturado de un pegote espeso y oscuro, imposible de limpiar. Le dije a Juliana que debía detener sus cocinanzas hasta que reemplazáramos el filtro y eso nos costó una pelea que solo empeoró cuando le rogué que cerrara la puerta de mi estudio mientras cocinaba.
La elevadísima factura del gas me comprobó que Juliana no apagaba nunca la estufa. Tampoco limpiaba la casa, que continuó cubriéndose de esa nata oscura. Se salvaron mi estudio, que empecé a cerrar con llave todos los días antes de salir, y también algunos libros que saqué de las estanterías de la sala para evitar que se convirtieran en receptáculos de ese olor penetrante que cubría también el pelo de Juliana al final del día. ¿Cómo estarían sus pulmones? Eso le pregunté un día y su estallido de furia fue tan descabellado, tan desproporcionadamente iracundo, que decidí hacer investigaciones por mi cuenta. Algo tenía ese gas, y si estaba causando en Juliana esos efectos, quizá otros profesionales de la cocina sufrían de síntomas similares.
Consulté con un tío que practicaba medicina. Busqué reportes de la empresa de gas e incluso en bases de datos académicas investigaciones que comprobaran mi intuición y dieran sustento científico al cambio en la personalidad de mi esposa. Pero nada. Cuando un amigo del sector psiquiátrico me invitó a someterme a pruebas psicológicas pues mi teoría del gas le parecía un ataque de paranoia mío, fui yo quien reaccionó con la violencia de una cocinera. ¡Paranoia! ¡Por el gas! ¿Acaso había visto él cómo se había transformado mi mujer, mi casa, mi vida entera desde que había instalado esa famosa estufa? ¿Acaso había pasado noches en vela limpiando el techo, el piso, los lomos de los libros, el reverso de las puertas, las rendijas de las ventanas, los entrepaños, las bisagras, los guardaescobas, los pocillos, las chapas, los bombillos, los interruptores, las columnas? Paranoico y encima de eso compulsivo, me dijo. Y salí dando un portazo final.
Solo había una manera de conocer la verdad. Mi plan era sencillo: no pagaría la factura del gas. Estaba en mi oficina cuando recibí su primera llamada a las nueve de la mañana. Me recriminaba por haber olvidado la sencilla tarea de pagar, no tendría cómo cumplirles a sus clientes. ¿Acaso estaba saboteando su negocio?, me increpó. ¿Acaso tenía celos del tiempo que dedicaba a su gran pasión culinaria? Mantuve la calma, aduje mi olvido al exceso de presión laboral y me disculpé sinceramente. Cuando llegué a casa sentí una nueva atmósfera instalada. El pesado olor del combustible había liberado el apartamento y era como si, por primera vez, la tenaza maldita que me tenía aprisionado se hubiera aligerado. Ella no estaba y llegó ya entrada la noche. No me quiso saludar. Había tenido que encontrar una estufa similar para cumplir con sus pedidos y nada había quedado con la calidad que ella y sus clientes requerían. Le prometí que al día siguiente, en el transcurso del día lo volverían a instalar. Ella no se sintió más reconfortada con mi burocrática explicación y dijo que buscaría una solución a primera hora, costara lo que costara. Se enrolló en las cobijas y me dejó tiritando de frío.
Me despertó el olor a gas. Dicen que una muerte por gas es dulce y silenciosa. Una poeta, olvido su nombre, puso su cabeza en un horno y prendió la llave. Juliana no estaba a mi lado. Eran las cuatro de la mañana y la casa apestaba. Corrí a abrir las ventanas, me cubrí la boca y la nariz con un pañuelo mojado y corrí por toda la casa buscándola. Estaba en la sala, fumando un cigarrillo, mirando al vacío. ¿Nos quieres matar? ¡Apesta a gas!, grité. Pero ella siguió en silencio, obstinada, mirándome con incredulidad. ¿De qué carajos hablas? No pagaste el recibo, ¿te olvidas? ¡Por Dios, apaga el cigarrillo, nos vamos a explotar! ¡No huele a gas, idiota! No puede oler a gas porque no hay gas, me dijo. ¡Apaga ya ese cigarrillo, maldita sea! Traté de quitarle el cigarrillo a la fuerza y me arañó la cara. La empujé y cayó sobre la mesa de centro. Algo sonó, un diminuto crac, un gritito y después una exhalación.
¿Cómo detectar una silenciosa amenaza? Corrí a chequear la estufa, pero las llaves estaban cerradas. Luego el calentador de paso, pero estaba en orden. ¿No existía un medidor de concentración de gas? Todavía olía a gas, apestaba a gas, pero no encontraba la fuga por ningún lado. La fantasmal trampa ya había robado su vida y ahora me rondaba. Esperé afuera en la terraza a que llegaran los bomberos.
Este cuento fue publicado originalmente en la Revista Matera, n.º 9 de 2013. En 2020 fue incluido en la antología Cuentos y relatos de la literatura colombiana. Tomo III, del Fondo de Cultura Económica. Catalina Holguín Jaramillo, su autora, es profesora e investigadora de la Maestría de Estudios Editoriales del Instituto Caro y Cuervo. En octubre de 2024 publicó su primera novela, La memoria de las piedras, con la editorial Penguin Random House.
La publicación del cuento «Se llama Sylvia Plath» hace parte de una alianza entre CasaMacondo y el Fondo de Cultura Económica (FCE). A lo largo de 2025, este medio publicará una docena de relatos de ficción que aparecen en las antologías de cuento colombiano que ha publicado el FCE y que tienen como antologista a la profesora y poeta Luz Mary Giraldo.
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