Este texto hace parte de un especial sobre el programa Sonidos para la Construcción de Paz y cuenta con el apoyo del Ministerio de las Culturas.
1. Un violín
La última vez que el maestro Carlos Calvache lloró en público fue hace seis meses. Era un llanto silencioso, aunque sus ojos gritaban. Él, un moreno de cincuenta y seis años, un metro con setenta centímetros de altura, espalda de gimnasta, brazos de cotero y nervios de soldado, no pudo contenerse.
Calvache, un hombre acostumbrado a la guerra y a la tragedia, se partió dirigiendo la orquesta de cuerdas de la fundación Un Canto por la Vida en Miranda (Cauca), mientras despedían a Billy*, un niño virtuoso con el violín, pero quien ya no volvería a tocarlo porque el destino es —muchas veces— cruel.
Una semana antes, la noticia llegó como un chirrido de cuerdas que se rompen. Billy se posó frente al maestro y, en principio, el desconsuelo ahogó sus palabras. Como pudo, ese niño de once años le contó entre sollozos que los pastores de la iglesia cristiana en la que trabajaban sus padres habían tomado la decisión de trasladarlos a La Hormiga, Putumayo. La partida en sí ya era un problema, pero lo grave para Billy, su fatalidad, era que en ese pueblo escondido en la selva amazónica tal vez no habría una fundación como la de Calvache, menos un profesor de música, y quizás tampoco un violín.
«Eso para un niño con ese talento es la muerte, hermano», dice Calvache mientras recuerda la escena, entonces la tristeza le vuelve a inundar la garganta y a empantanar los lagrimales. Era tal el talento de Billy que todos los niños y profesores de la fundación decidieron despedirlo como se merecía: con un concierto. Lo hicieron en la sede del barrio Ruíz, en pleno centro del municipio. Dos horas duró aquel ensamble de violines, violas, violonchelos y contrabajos, y durante las dos horas Billy lloró tocando aquel instrumento inventado por los italianos en el siglo XVI, y perfeccionado por Antonio Stradivari en el siglo XVII.
También lloraron sus padres, sus amiguitos y los profesores. Cuenta el maestro que el papá de Billy lo llamó para contarle que, en efecto, a donde llegaron a vivir no había nada parecido a una escuela de música. «Ese peladito pudo ser una eminencia en la música y no, se le acabó, se le acabó la música, hermano», dice mientras aprieta los dientes. Lo sabe Calvache, quien durante los últimos veintiséis años ha arrancado a cientos de niños de las garras de la guerra, aunque algunos no han corrido con la misma suerte y ese destino —cruel— se los ha arrebatado de sus manos salvadoras.
2. Una infancia
Paulina García, la madre de Carlos Calvache, ha sido el centro gravitacional de su existencia. Su padre vivió con la familia hasta que él tenía cuatro años. Ella trabajaba donde le dieran empleo: lavando ropa, planchando, cuidando niños, arreglando casas, lo que fuera necesario para mantener a su familia. Cuando Carlos tenía diez años, la rutina de su madre cambió: salía al amanecer a coger café, recolectar tomates o cortar caña de azúcar. Regresaba al caer la tarde, exhausta, mientras los hermanos mayores quedaban al cuidado de los menores, asegurándose de que todos asistieran al colegio.
La casa donde vivían era un refugio compartido, una de esas casonas antiguas, amplias, con paredes gruesas de adobe pintadas con cal y techos de teja. Los ocho miembros de la familia ocupaban una sola habitación. En medio de esa pobreza, a los doce años, Carlos consiguió un trabajo en una bicicletería. Allí aprendió a arreglar cadenas, despinchar llantas, ajustar rines, componer direcciones. El poco sueldo lo repartía entre los gastos de la casa, sus artículos personales y su educación musical. En las mañanas iba al colegio, en las tardes a la bicicletería y por las noches jugaba con los chicos del barrio. A pesar de las dificultades, Carlos se recuerda como un niño feliz, que se revolcaba a carcajadas jugando al escondite, al tarro, al ponchao, al yeimi.
3. Un trombón
Tal vez el trombonista más virtuoso del último siglo fue J. J. Johnson. Tocó al lado de Charlie Parker, en la década del cuarenta; según Miles Davis, Johnson le dio un sonido diferente a Birth of the Cool, uno de los álbumes más icónicos del jazz; incluso acompañó a la gran Ella Fitzgerald en las giras Jazz at the Philharmonic organizadas por Norman Granz. Pero Johnson no iba a ser trombonista. Su padre, un reverendo de una iglesia bautista, quería que su hijo siguiera el camino religioso. Su madre, entre tanto, deseaba que el chico fuera pianista, y así fue como conoció la música. También pudo ser boxeador, beisbolista o atleta, que era lo que querían ser sus amiguitos, pero el día que escuchó sonar un trombón lo tomó entre sus manos y no volvió su vista atrás.
Algo similar le pasó a Carlos Calvache. A los once años, cuando tuvo uso de razón —según sus recuerdos más lúcidos— descubrió la música en el aire: entre los bambucos y pasillos que se colaban desde las retretas del parque y las bandas papayeras que desfilaban por las calles de Miranda. No tenía referentes familiares que le enseñaran, pero eso no lo detuvo. Su primer amor músical, aunque no el definitivo, fue el bombo. Dice él que lo «vio» sonar, que lo «escuchó» mecerse, entonces quedó fascinado. Como eran tan pobres —su padre había abandonado a su madre con siete hijos bajo un techo ajeno— Carlos regresaba a esa casa de inquilinato tocando aquel bombo imaginario en el aire, golpeando sus piernas con las manos al ritmo que había aprendido de oído.
A falta de instrumento, improvisaba con ollas y tarros en ese patio arrendado por varias familias, entrenando el sentido del ritmo que más tarde le abriría puertas, ventanas y tarimas. A esa edad, buscó al maestro Marcos Betancur, director de la banda del pueblo, para que lo dejara entrar, a pesar de que el puesto de bombo ya estaba ocupado. Pero la suerte se puso de su lado: el percusionista dejó el pueblo y el niño tomó su lugar.
Luego un encuentro determinó su destino. Tenía trece años cuando lo vio cruzar la esquina. En 1981, al municipio de Miranda, llegó un trombón de segunda mano que había adquirido la alcaldía. Carlos Calvache, como Jay Jay Johnson, quedó prendado de aquel artefacto imposible apenas lo vio y escuchó. La historia dice que fue el último instrumento en acoplarse a las bandas de jazz. A Calvache, igual que a Johnson, su sonido le pareció magnético. El misticismo de poder emitir a la vez sonidos graves y agudos lo hechizó, de tal suerte que cambió el bombo por los émbolos e inició una nueva etapa. Aunque aquel amor, en un principio, le fue esquivo: el director de la banda ya no era el generoso maestro Betancur, sino un hombre más práctico que alcahueta, quien supuso que si le entregaba el trombón a Calvache, este dejaría un vacío en el puesto del bombo principal y la banda se escucharía como un camión del 53. El apasionado Calvache encontró la solución: empezó a darle clases de bombo a un posible sucesor y, en pocos meses, el trombón se volvió suyo.
Se apasionó de tal manera que empezó a buscar todos los métodos de aprendizaje posibles para ser el mejor. No se trataba solo de besar el instrumento, necesitaba hacerlo hablar. El maestro de la banda le presentó la música escrita, la música en símbolos, la música en partituras. El instructor, de manera empírica, apenas le enseñó las nociones básicas de la lectura musical. Desde que entendió las partituras, su perspectiva cambió: además de escuchar música, la veía en signos. Pero eso no basta cuando se está ávido de conocimiento, el hambre de aprender nunca se sacia con poco.
Calvache, sin miedo a perderse, tenía quince años cuando viajó solo a Cali para inscribirse en clases particulares con el maestro Aliro Zapata en la Academia Luis Ochoa. Allá iba los sábados, recibía lecciones de trombón durante dos horas y regresaba a Miranda lleno de material para seguir practicando. En los ratos libres, cuando no estaba en la bicicletería, completaba su aprendizaje estudiando hasta cuatro horas diarias. En dos años, dominó el trombón, entonces el director de la orquesta de salsa de Miranda, lo invitó a formar parte del grupo. Allí, además de tocar, le pidieron que cantara. Tenía una voz providencial.
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4. Un talento
En 1988, Wilson Manyoma, voz líder de la reconocida orquesta Fruko y sus Tesos, renunció. El cantante había tomado la decisión de instalarse en Cali y formar su propia agrupación. Manyoma sabía que el conservatorio, además de un lugar de aprendizaje, era un campo de caza para encontrar talentos, así que llegó al Instituto de Bellas Artes en búsqueda del trombonista que le faltaba. Los mejores del conservatorio ya estaban comprometidos con orquestas de renombre como Grupo Niche, Guayacán, Los Bunkers y Fórmula 8. Alguien mencionó el nombre de un joven novato que practicaba incansablemente en el cubículo 401. Allí estaba Carlos Calvache, con el trombón entre las manos y la mirada concentrada, cuando un hombre de pinta estrafalaria y altura de basquetbolista se le puso enfrente. «Soy Wilson Manyoma, me dijeron que vos tocás bien el trombón», le dijo casi que cantando. Calvache, desafinado por el pánico, solo atinó a contrapreguntar: «¿Wilson Saoco, el de El preso?»
Esa tarde audicionó. Manyoma, aturdido del asombro, le pidió al chico que fuera parte de su orquesta, y por su edad le hizo una promesa: iría hasta Miranda a pedirle permiso a doña Paulina para poder llevarlo de gira. A sus veinte años, Carlos Calvache se unió oficialmente a la orquesta de Wilson Manyoma. Esa experiencia lo llevó por primera vez a la televisión. La imagen de Calvache —en la última fila, como le gustaba— comenzó a aparecer en los programas Sábado millonario, Soneros y El solar. En su pueblo, verlo en la pantalla fue un acontecimiento. «Ese es el hijo de Paulina», decían con orgullo en las casas de Miranda.
Su primer concierto grande fue un bautismo de trombones. Ocurrió en la Feria de Cali, en el legendario Festival de Orquestas en el Estadio Pascual Guerrero, un evento que reunía a lo mejor de la música tropical. Allí, quien había sido llamado «el hijo de Celia», debió trabajar al lado de ella. Aquel día la orquesta de Manyoma tocó junto al Gran Combo de Puerto Rico y la Sonora Ponceña. Bajo esa «leonera» de músicos extraordinarios, Calvache les perdió el miedo a las tarimas e inició un camino de más de tres décadas tocando el trombón en las grandes ligas de la salsa.
El siguiente reto de Calvache tuvo melodías de Niche. Al final de los años ochenta, surgió una fuerte tensión entre algunos músicos y cantantes de la agrupación más representativa de Cali y su director, Jairo Varela. Ellos, liderados por el timbalero Alfredo Longa y por el empresario Alberto Echeverry, decidieron formar una suerte de disidencia a la que bautizaron Orquesta Internacional Los Niches. El grupo se vestía como Niche, tocaban las canciones de Niche y llegaron a tener casi la misma importancia de Niche. Allí estuvo tres años Carlos Calvache con su trombón.
Tras consolidarse en Los Niches, Calvache se unió a Nelson y sus Estrellas. Amplió su trayectoria y pudo —a pesar de su miedo a viajar en avión— llevar su talento a escenarios internacionales. Lo que siguió podría tener como banda sonora el vértigo de una canción como Giant Steps de John Coltrane. A partir del año 2000 se volvió recurrente que los cantantes desde Nueva York o Puerto Rico, viajaran solos a Colombia y acá se conformaban orquestas de momento para acompañarlos en sus giras. De ese modo, Calvache trabajó con artistas de la talla de Andy Montañez, Maelo Ruiz, Cuco Valoy, David Pabón, Luisito Carrión, Cano Estremera, entre otros.
5. Un concurso
El primer concurso de canto en Miranda nació del desprecio, no de la generosidad. En 2002, de los veintisiete mil habitantes que tenía ese municipio del norte del Cauca, el único que había estudiado música era Carlos Calvache. Su talento lo hizo obtener el puesto de director de la banda papayera. Calvache era reconocido por tener una voz de barítono portentosa, aunque les tenía miedo a los micrófonos; su imagen había aparecido una docena de veces en la televisión nacional, pero siempre atrás, en la última fila de varias orquestas, empuñando y besando un trombón. En parte por eso, a la puerta de su casa comenzaron a llegar decenas de padres de familia con sus hijos tomados de las manos para pedirle al maestro que les ayudara a afinar la voz, que les diera clases de canto, que les cumpliera el sueño. Siempre lo hizo con gusto y sin cobrar. Los hacía pasar junto a sus papás, los ponía al lado del piano, tocaba una canción conocida y les decía que la entonaran. Según la tonalidad, les entregaba ejercicios para practicar en casa. Los niños se iban con guías de respiración, resonancia, vocalización, estiramiento, relajación.
A Carlos Calvache le daba pánico cantar en público, pero sabía dirigir como los directores de orquesta. Hubo un momento en que debía atender tantos niños que se le ocurrió una idea: un concurso de canto para premiar a los mejores con clases y cursos en academias profesionales de Cali —ciudad a una hora de distancia—. Acudió a donde acuden los desamparados: la alcaldía. Allí se reunió con el alcalde, la primera dama, la psicóloga y algunos padres de familia con ciertos recursos, pero recibió un no. Otro de tantos. Nadie se sumó; al contrario, se dividieron, y algunos —con comentarios desalentadores— restaron. «¿Quién dijo miedo? ¡Yo lo hago!», se prometió Calvache. Con el poco dinero que le sobraba, o que le faltaba, inició su periplo junto a su familia. Su esposa y sus tres hijos fueron sus primeros coequiperos.
Como a su casa no solo llegaban personas de Miranda, pues otros interesados también peregrinaban desde municipios vecinos del Cauca, como Padilla, Corinto y Puerto Tejada; y del Valle del Cauca, como Florida, Candelaria y Pradera, tomó la decisión de ir escuela por escuela, invitando a niños y niñas apasionados por el canto. El éxito de la convocatoria fue un coro imparable: se inscribieron ochocientos. El problema ahora era el desborde de gente, ¿qué hacer? «¡Diseñar una competencia regional intercolegiada de canto!», fue lo primero que se le ocurrió a Calvache.
La metodología del evento también se construyó a puro sentido común: cada institución educativa seleccionaba a dos participantes por salón, esas escuelas realizaban su propio mini concurso interno y escogían a dos finalistas, y estos competían entre sí para seleccionar un representante por municipio. Ese trabajo les tomó cinco meses, hasta llegar a la primera gran final que se realizó en el colegio donde estudió Calvache: el Instituto Leopoldo Pizarro González. Así nació el concurso regional intercolegiado Un Canto por la Vida. El certamen tomó tanta fuerza que alcaldes de veinticinco municipios de los dos departamentos empezaron a apoyar el concurso enviando a los mejores niños de sus territorios. Los incrédulos ponían caras de sorpresa al ver llegar en chivas a delegaciones como la de Mercaderes, Cauca, quienes debían recorrer seis horas de carretera para cantar.
En 2006, debieron dejar las locaciones de los colegios para realizarlo en la plazoleta principal bajo la concha acústica que amplificaba mejor las voces y acogía a mucho más público. En 2008, se presentó la oportunidad de transmitirlo por el canal de televisión con mayor audiencia de la región: Telepacífico. La única exigencia era cubrir los costos de la móvil y la grúa, que en ese momento eran siete millones de pesos. Al alcalde de ese momento, los gestores le veían más la espalda que los ojos. Sin embargo, al enterarse de que ahora Miranda se vería a través de las cámaras, aprovechó el momento y financió la transmisión. La televisión lo transformó todo: el concurso dejó de ser un esfuerzo local y se convirtió en un fenómeno regional. Las voces que antes competían por ser escuchadas, ahora resonaban en miles de hogares.
6. Una fundación
En 2008, la música en Miranda enfrentó su mayor amenaza. El alcalde de ese cuatrienio, en voz baja y escondido como un gato encima de una mesa, dijo que la cultura no era prioritaria. Por esos días, la banda musical de Miranda no solo era reconocida en el municipio, sino que representaba un orgullo regional. Sin embargo, durante los primeros meses de su administración, el alcalde no renovó la contratación de Carlos Calvache como director ni asignó recursos a la banda. El silencio de los instrumentos, entonces, tronó por todo el pueblo.
La comunidad no tardó en reaccionar. Padres, músicos y amigos de la banda se reunieron en salones comunales para discutir la situación y exigir una cita con el alcalde. La respuesta que mandó el burgomaestre fue fría: «El municipio tiene necesidades más urgentes, como invertir en infraestructura y alimentación». Ante aquel no, nació un sí; quizá el definitivo, quizá el mejor posible. Ese mismo año, el primero de febrero, Carlos Calvache creó la Fundación Cultural y Social Un Canto por la Vida. No fue un gesto de abundancia, sino una respuesta a la precariedad. La fundación se propuso proteger la música y la cultura del municipio creando un modelo que no dependiera exclusivamente de la voluntad gubernamental. Además se amplió la oferta a clases de técnica vocal, danza y teatro. Durante tres años, sin sede propia, la operación —como si fuese un circo de profesionales—rodó por patios de colegios, canchas de fútbol, parques y hasta la sede de la Cruz Roja. No había instrumentos, ni presupuesto, pero sí una voluntad férrea.
La visión a largo plazo fue clara: construir un espacio propio para las artes. Calvache, en lugar de destinar lo que podría ser el segundo piso de su casa para sus hijos, lo habilitó para las niñas y los niños de Miranda. Durante los años siguientes realizó rifas, bingos, teletones, colectas; también se inscribió en proyectos, iniciativas y convocatorias nacionales. Los recursos que llegaron a sus manos los convirtió en instrumentos, salones, teatrinos y hasta un tercer piso para la única fundación de música, teatro, baile y canto en esa parte del departamento del Cauca.
En 2008, asumió un nuevo desafío en su carrera como formador. El Ministerio de Cultura lo vinculó como asesor musical en la región suroccidental de Colombia. El profesor comenzó a recorrer las escuelas de arte del Cauca y el Valle del Cauca evaluando procesos, orientando estrategias, plantando semillas sonoras. Fue también ese año cuando ingresó al programa Núcleo Piloto para la Formación de Nuevos Directores. Fue la única persona elegida de su departamento. Durante residencias de quince días en Sutatenza, Boyacá, recibió formación en gestión cultural y liderazgo. Esa experiencia transformó su visión de la fundación: el proyecto debía convertirse en una escuela de música para niños, un refugio de aprendizaje.
La transformación comenzó a tomar forma en 2009. Calvache organizó una convocatoria en las instituciones educativas de Miranda y logró que quinientos niños se inscribieran. El impacto fue tan contundente que documentó cada paso y presentó los resultados al Ministerio de Cultura. Ese mismo año, el Programa Nacional de Concertación Cultural asignó recursos para expandir la iniciativa a municipios como Corinto y Padilla. La escuela de música creció en números y en propósito: los integrantes más destacados de la banda se convirtieron en monitores y comenzaron a formarse como futuros directores.
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7. Unos sonidos de paz
En septiembre de 2023, Carlos Calvache fue llamado a integrar Sonidos para la Construcción de Paz, un programa liderado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes y el Ministerio de Educación. La meta era transformar territorios a través de las artes, llevando la música y otras prácticas culturales a los rincones más olvidados del país. En el Cauca, donde Calvache asumió el papel de gestor territorial y coordinador, la iniciativa encontró a un músico de proverbial templanza.
Calvache manejó un equipo de ochenta y nueve personas en municipios como Guapi, Timbiquí, López de Micay, Mercaderes y todo el norte del Cauca. Su responsabilidad era formar a dos profesores por institución, asignó asistentes administrativos para el seguimiento de las actividades y supervisó el programa.
En 2023, más de seis mil setecientos niños, niñas y jóvenes encontraron en la música un camino distinto al que la violencia tantas veces les había señalado. La gestión de Calvache además de cumplir con meta, la desbordó. Hoy, Calvache forma parte del equipo central del programa como uno de los dos sabedores principales en el Cauca. Su papel es asesorar a los gestores municipales y orientar a los «formadores sabedores», figuras esenciales que, aunque no cuentan con título profesional, llevan la música en las manos. En la vida de Calvache, la música fue, también, un lenguaje capaz de construir puentes donde antes solo había abismos.
Un bonus track
Cuentan que el mayor premio que recibió en vida el escritor japonés Kenzaburō Ōe no fue el Nobel de Literatura que le otorgaron en 1994, sino un descubrimiento que hizo una institutriz con Hikari Ōe, su hijo. El niño nació con epilepsia y autismo. Parecía no responder a nada. Un día, siguiendo el consejo de aquella institutriz, Kenzaburō compró un álbum que incluía cantos de aves acompañados de una voz que pronunciaba sus nombres.
Un año después, mientras paseaba en bicicleta con su hijo por un parque cercano, la madre de Hikari se detuvo en seco al escucharle pronunciar la palabra avutarda. Era el nombre del canto de un ave. Hikari había memorizado setenta nombres de cantos de aves y era capaz de identificar con precisión fragmentos de Mozart, la música que más se escuchaba en esa casa. Los Ōe, emocionados, volvieron a recurrir a la institutriz, quien convirtió a aquel supuesto discapacitado en un brillante compositor con tres discos publicados.
Esa institutriz se llamaba Kumiko Tamura. Tal vez eso, ser la profesora Tamura —ser capaz de encontrar promesas musicales en lugares insospechados— es a lo único que aspira el trombonista y profesor Carlos Calvache García.