Este texto hace parte de un especial sobre el programa Sonidos para la Construcción de Paz y cuenta con el apoyo del Ministerio de las Culturas.

Hace dos años se decía que Ancuya iba a desaparecer del mapa. Presentadores de noticias de todo el país, en sus estudios de grabación y en las calles del pueblo nariñense, pregonaban la posibilidad del fin. La razón no tenía que ver con las fumarolas del volcán Galeras, que dormita en la distancia y de vez en cuando entierra al municipio bajo una capa de ceniza blanca. Tampoco con la presencia de los grupos al margen de la ley, que desde hace décadas se desplazan en silencio por las montañas al occidente del valle del Púpura. No. El anuncio de la posible desaparición tenía que ver con el agua. Más precisamente, con una ola invernal que había amenazado con desbarrancar las casas y los edificios construidos en el filo de la cabecera municipal.

Pero en la noche del 27 de agosto de 2024 nadie quiere hablar del fin del mundo. El cielo se encuentra despejado y las aguas del río Guáitara, al pie del pueblo, discurren mansamente. Hoy la comunidad se prepara para oír algo muy distinto al diluvio universal. A eso de las siete, un centenar de ancuyanos sale de sus casas, cruza el parque central (que está sin luz desde la administración pasada), y entra a la cálida nave del santuario de Nuestra Señora de la Visitación, la única iglesia del pueblo. Allí, frente al altar, los espera un grupo de niños en uniforme y corbata. Son los miembros de la banda municipal Dos de Julio, y hoy están a cargo de la liturgia. Tienen las partituras delante y los instrumentos en sus regazos: flautas, tubas, trompetas, clarinetes, platillos, timbales. 

«Este concierto es para darle gracias a Dios por todas las bendiciones que ha derramado para nosotros», dice Mario Aux Bravo, el director de la banda, micrófono en mano, antes de dar inicio a la función. «Pero también es para ustedes, los ancuyanos, que se lo merecían». Mario luego habla sobre el Concurso Departamental de Bandas Musicales de Samaniego, un certamen en el que compiten todos los municipios de Nariño. En la más reciente edición, celebrada la semana anterior, la banda Dos de Julio ocupó el segundo lugar en la categoría infantil y por eso, en unos meses, va a representar al departamento a nivel nacional, en Anapoima, Cundinamarca. 

Mario, de pie en el podio, eleva la batuta señalando el inicio del concierto. Los niños se ajustan en sus asientos, embocan los instrumentos. Tocan una pieza de música clásica europea llamada Celtic Air and Dance, luego una cumbia titulada Cumbia criolla. Interpretan, enseguida, dos obras del folclore ecuatoriano, la primera el albazo Cantares de Lina, la segunda el sanjuán No me atormentes mi vida. El sonido de la música suaviza la solemnidad del templo: se cuela entre los capiteles de las columnas, se eleva hacia la bóveda central y llega al retablo, donde reposa la mirada apacible y la cascada de pelo negro de la Virgen de la Visitación, la escultura que ha sido objeto de veneración en Ancuya desde su llegada al pueblo a mediados del siglo XVI. 

El público aplaude con entusiasmo al final de la función. Algunos se levantan de las bancas, caminan a la puerta del templo y se desperdigan en la noche. Los niños de la banda se quedan en el recinto. Acompañados de sus padres, se toman fotos con Mario y con José Giraldo, un asesor del programa Sonidos para la Construcción de Paz, quien ha viajado desde Bogotá con la intención de fortalecer los procesos musicales de Ancuya. Giraldo trabaja en el Ministerio de las Culturas, donde han identificado al pueblo nariñense como un laboratorio de formación de músicos. Ancuya tiene un enorme potencial, me dice, pero falta mucho por hacer: se necesitan dotaciones de instrumentos, asesorías a la banda, convenios con universidades del sur del país. Por eso expresa asombro ante el triunfo de los niños en Samaniego. «No jugaron en igualdad de condiciones», me dice. «Este es un municipio de categoría seis. Acá casi no llegan recursos. Tienen que hacer las cosas con las uñas». 

José no es la única persona que va a usar esa expresión para describir las proezas de la banda. Pero existe otra razón que hace memorable la victoria de los niños en el concurso de la semana anterior: Ancuya no participaba en el certamen desde 1997, por culpa de un escándalo que estremeció al pueblo entero. 

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El silbido de las flautas dulces se confunde con el canto de los pájaros. Son las ocho de la mañana y el sol alarga las sombras de los niños que corretean por el patio de cemento de la Institución Educativa Técnica San Francisco de Asís. Desde el colegio, ubicado en la parte alta del casco urbano, se aprecia la enormidad y el verdor del valle del Púpura, donde Ancuya se fundó en 1544 (el nombre se deriva  de Angayan, un jefe indígena, y en quechua significa ‘nervio en la cara’). A lo lejos se alcanza a ver la carretera destapada que conduce a Pasto, por vía de Sandoná y de la circunvalar del Galeras. El trayecto, que se hace en camionetas con bancas adaptadas en la parte de atrás, dura dos horas y media. 

En la mayoría de las lomas del municipio crecen cañaduzales. Son fáciles de reconocer: los altos tallos, dorados y verdes, se agitan cuando el viento se asoma embravecido por el cañón del río Guáitara. En los caminos, además de motos y carros, transitan mulas cargando caña sobre sus lomos, en angarillas de madera apretadas con cinchas. Muchos de los campesinos que trabajan en los trapiches tienen a sus hijos en el San Francisco de Asís, que les ofrece a sus estudiantes dos énfasis tan distintos que nombrarlos en una misma frase resulta poético: música y metalmecánica.

Durante la asamblea matutina, el rector les rinde un homenaje a los niños que hacen parte de la banda Dos de Julio. Anuncia que a las diez habrá una merienda para celebrar el triunfo en Samaniego. Mario Aux Bravo, junto al resto del profesorado, escucha en silencio. Desde hace tres años trabaja como profesor de música de la institución y, por las tardes, sin recibir un salario, hace de director de la banda. Como muchos ancuyanos, es cordial y adusto. Prefiere el usteo, habla con parsimonia y se ríe a menudo, siempre con suavidad. Si bien todos en Ancuya se precian de las raíces musicales del pueblo, las de Mario son particularmente profundas: su abuelo, Jorge Bravo Caicedo, profesionalizó la banda Dos de Julio cuando se desempeñó como su director, desde 1962 hasta su muerte, en 1987.

«Mi abuelo siempre estaba en el escritorio», recuerda Mario, sentado en una de las bancas del colegio. «Allí hacía sus melodías y armonías, sus arreglos. Yo iba a verlo a los ocho años. Me gustaba mucho escucharlo». Era un hombre de raza brava y estatura baja, capaz de infundir en sus estudiantes tanto el miedo como el respeto. De formación empírica, durante años trabajó de obrero en las carreteras del municipio antes de poder dedicarse a la enseñanza de la música. Llevó a una generación entera de jóvenes a competir en Samaniego cuando se inauguró el concurso en los años ochenta y dejó tras de sí una estela de composiciones, como la cumbia que su nieto dirigió la noche anterior en el santuario. 

En 1988, un año después del fallecimiento de Bravo, Jesús Erazo, uno de sus antiguos estudiantes, tomó la batuta de la banda y la sostuvo durante las siguientes tres décadas. Erazo, al igual que Mario, trabaja en la institución San Francisco de Asís y, al igual que Bravo, es un músico empírico. Mientras discurre la mañana, en todo el colegio se oyen las notas de flauta y guitarra que salen de su salón de clase. Erazo hoy ronda los sesenta años. Tiene la mirada inteligente, el andar llano y, en su cabeza, donde le quedan más bien pocos pelos, sobrevive la memoria musical de Ancuya. 

La banda Dos de Julio, me cuenta, data de los años treinta, cuando el pueblo era gobernado por liberales. A pesar de que ya existía una banda municipal, Alfonso Romo Lucero, un cura conservador que había estudiado en Roma, fundó otra para que en ella tocaran los hombres de su raigambre política. «Él era un padre conservadorsísimo», recuerda Erazo. «Me contaba mi abuelo que para ir a votar se ponía un sombrero blanco con una cinta y un fajón azul, e iba rodeado de todos los conservadores para que no le pegaran los liberales, que le echaban botes de agua». Si Romo Lucero fundó la banda, el encargado de ponerla en el mapa fue otro sacerdote. Floresmilo Flórez, oriundo de Puerres, tomó la batuta de la agrupación en los años cincuenta y la dirigió durante una década. «Floresmilo fue un hombre de muchísima música», dice Erazo, y resalta la composición más famosa del cura, Cisnes del lago.

Pero los años dorados de la Dos de Julio no sucedieron en los tiempos de Flórez o de Bravo Caicedo. Ese honor lo ostenta Erazo. Al comienzo de su gestión, la banda (que tenía como primera trompeta a un joven Mario Aux Bravo) atravesó su época de mayor esplendor. No solo amenizaba los carnavales de fin de año y las fiestas patronales de Ancuya, que se celebran en julio en honor a la Virgen, sino que dominó el concurso departamental de Samaniego. Entre 1991 y 1996, la banda ocupó el primer puesto en dos ocasiones y el segundo en otras dos. Incluso quedó tercera en el certamen nacional que se celebra anualmente en Paipa. Todo parecía indicar que la racha continuaría en el 97. Ese año, al finalizar las presentaciones en Samaniego, la emisora del pueblo declaró ganadora a Ancuya. Los muchachos de la banda, champaña en mano, salieron al parque a celebrar. 

Entonces estalló el escándalo. A los diez minutos irrumpió una voz en la tarima anunciando que había un error en el fallo. Ancuya había sido relegada al tercer puesto. El primero era para Samaniego, el segundo para Puerres. Erazo se dirigió a la alcaldía, habló con los jueces. En su versión de los hechos, alguien le dijo: «Qué vino a reclamar aquí, si somos los dueños de esto». Su indignación fue tal que miró a su alrededor y, con la vehemencia de un relámpago, anunció que la banda Dos de Julio, mientras él fuera su director, jamás regresaría al certamen: «Señores y maestros, aquí mi espíritu de sinvergüenza no ha de volver; lo que es, ¡no me han de ver más aquí!».

Y cumplió con su palabra. Durante casi tres décadas, Ancuya se abstuvo de ir al concurso. La banda continuó, pero, sin el brillo de antes, quedó sujeta al soplo de los vientos políticos. No todos los alcaldes la apoyaron. Algunos solo se comprometían con la entrega de los uniformes y poco más. Los instrumentos envejecieron, también los músicos. En un momento casi se queda sin salón de clase. Erazo, con su sueldo, sostuvo la banda en esos momentos de flaqueza. Y así pasaron los años. Hasta la llegada de Mario.

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La casa tiene un color incierto, entre el blanco y el amarillo. Una de las ventanas del segundo piso está rota y a un costado crece la caña enmalezada. La casa, ubicada a dos cuadras del parque central, es propiedad de la iglesia. En ella viven ocho familias que perdieron sus viviendas durante la ola invernal de 2022, que además cobró la vida de tres ancuyanos en la zona rural del municipio. Por fortuna, el temor a que se desbarrancara parte del casco urbano no se cumplió, y la Alcaldía solo tuvo que desalojar una parte de la calle Primera. El miedo, de todas maneras, persiste. Los derrumbes son comunes en las escarpadas lomas de Ancuya y, según algunas personas de la comunidad, solo han empeorado por culpa de la abundancia de la caña, pues sus raíces son pandas y no retienen la tierra. 

Pero en la casa de la iglesia no solo viven los damnificados de las lluvias. En ella también queda el salón de clase donde ensayan los niños de la banda Dos de Julio. Mario abre el portón de la entrada, entra en el zaguán y pasa al lado de una moto estacionada en el corredor del primer piso. Abre con llave la puerta del salón. Acá los instrumentos están seguros, me confiesa. En el colegio, por estar en la parte alta del pueblo, corren el riesgo de que alguien se los robe. 

Ancuya no es un lugar peligroso. La vida en el pueblo transcurre tranquila y la presencia del ejército es más bien discreta. Pero la posibilidad de la violencia se siente, acechante y agazapada, en las montañas al occidente del municipio. Basta con recorrer durante diez minutos la vía que lleva a Samaniego para encontrar, en el portón de una finca, las siglas recién pintadas en rojo del ELN. 

La semana pasada, los niños de la banda regresaron del concurso en una caravana de más de catorce carros para minimizar el riesgo de que algún grupo armado los detuviera. La alcaldesa de Ancuya, Lola Portilla, no los pudo acompañar por culpa de una amenaza. En Samaniego, de hecho, estalló una moto bomba el día en que comenzó el certamen, y la edición de 2023 fue cancelada porque el parque central estaba ocupado por un grupo de familias indígenas que fueron desplazadas de sus resguardos. No ayuda, a todas estas, que Nariño sea el kilómetro cero del tráfico de cocaína en el país.

En el refugio, como también se conoce la casa de la iglesia, Mario recorre el salón de clase y me señala el lugar donde empieza la primera fila de sillas, cerca del tablero blanco, y donde termina la última, arrimada contra la pared del fondo. «El maestro José vino ayer y me dijo que el salón es muy pequeño para treinta estudiantes», me asegura. El cuarto no tiene más de treinta metros cuadrados. El techo y los muros están recubiertos por cajas de huevo, que Mario pegó con bóxer para mejorar la acústica, y el cuaderno de asistencia tiene las páginas mojadas por culpa de las filtraciones de agua. «Ahora ya entiende por qué esto es con las uñas, ¿no?», me dice riendo, antes de mostrarme los ventiladores que los niños se disputan en clase. «Es que aquí hace demasiado calor cuando estamos los treinta».

Las limitaciones económicas y espaciales de la banda no solo las padecen el director y los estudiantes. Ximena Zambrano Portilla, la pareja de Mario, hace parte de la junta de padres de familia de la agrupación (la hija de ellos, María Camila, toca el saxofón). «A veces tenemos invitaciones a otros municipios o departamentos, pero, por cuestión de recursos, no podemos ir», me dice. Para recaudar fondos, la junta ha montado rifas, almuerzos, bingos, serenatas, incluso ha mandado cartas a la colonia ancuyana en Pasto. No siempre les alcanza. Para financiar el viaje a Samaniego, por ejemplo, tuvieron que acumular una deuda de seis millones de pesos. Pero Ximena no desfallece. La sensación que transmite, por el contrario, es de entusiasmo. En este momento ella tiene, como el resto de la junta, la calculadora y la mente puesta en el viaje al concurso nacional de Anapoima. 

Mario cierra la puerta del refugio y, poco después, abre la de su casa. La sala, de techos altos, se siente fresca y aireada. En un muro cuelgan los diplomas que dan cuenta de la vida errante que ha tenido como profesor de música y coro en Pasto y otros municipios de Nariño. En un rincón está su piano, en otro su computador. Al lado de un sofá rojo hay una guitarra y, encima, una fotografía grande de la Virgen de la Visitación. Mario se considera un hombre devoto. Como muchos ancuyanos, se sabe de memoria la historia del milagro de las langostas, según la cual la Virgen contestó las plegarias de los feligreses y mandó una bandada de pájaros para eliminar una plaga que se devoraba los cultivos. 

Para él, la Virgen de la Visitación significa amor. Siempre le ha pedido lo mismo: que interceda para que pueda sacar adelante su carrera. Ahora resulta que el Gobierno ha puesto la mirada en Ancuya y en la banda que dirige. El Ministerio de las Culturas apareció y, con el programa Sonidos para la Construcción de Paz, promete un nuevo comienzo. Esto tiene a Mario feliz. Los instrumentos de la banda Dos de Julio no sonarán en el fin del mundo. Por el contrario, todo parece indicar que sonarán en su renacer. 

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N. B. Dos meses después de mi visita a Ancuya, recibo un mensaje de WhatsApp de Ximena. Es un video de un minuto y medio, grabado durante el Concurso Nacional de Bandas Musicales en Anapoima. En la imagen aparece un auditorio de pisos blancos, con una mesa de jurados y un centenar de personas sentadas en sillas de plástico. Un señor anuncia: «Segundo puesto, Verbena Popular y Comparsa Folclórica, cinco millones de pesos y trofeo, para banda sinfónica infantil Dos de Julio de Ancuya, Nariño». Mario, vestido de blanco, sube a la tarima para recibir el galardón. 

Ximena me cuenta por teléfono que están felices por el premio. La participación de la banda fue un éxito, a pesar de que llegaron tarde por culpa de los fuertes vientos que no permitieron que despegaran aviones durante dos días en el aeropuerto de Chachagüí. Para muchos de los niños era la primera vez en un avión. Ximena me dice entre risas que algunos gritaron de la emoción al despegar. También me dice que para financiar el viaje tuvieron que sacar una tarjeta de crédito. Si bien la Alcaldía de Ancuya y la Gobernación de Nariño aportaron una suma de dinero, y la junta de padres de familia hizo varios eventos, incluido un «banquete de la solidaridad», el saldo de la deuda todavía es significativo.

Mario, que se suma a la llamada (no tiene mucho tiempo; pronto empieza un ensayo de coro), me dice que ya tienen la mira puesta en el concurso de Samaniego de 2025. Quieren quedar de primeras y representar al departamento en Paipa. Por el momento, les va a dar una semana de descanso a los niños. Después del triunfo en Anapoima, y del regreso a casa, en las lomas de Ancuya, es algo que se merecen.

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